La Navidad es nacimiento. El cosmos, la historia, la vida… son concatenaciones circulares. Todo, absolutamente todo, son ciclos. Nuestros ancestros lo tenían claro, fundamentalmente porque todavía conservaban sensibilidad para los ciclos. Tras el día viene la noche, las cosechas se suceden, las mareas son relojes y todo es una sucesión de muertes y nacimientos.

Nos ha tocado vivir tiempos caóticos que son parte de un ciclo que ni siquiera entendemos. Tras nuestra época vendrán tiempos mejores y con ello el devenir de un nuevo periodo. No debemos perder la perspectiva, lo importante no es el teatro que nos ha tocado vivir sino jugar de la forma más conveniente, responsable y libre las cartas que tenemos.

Resulta curioso que las personas que se sienten incapaces de coger el destino por los cuernos, son los mismos que cuando ven a una persona que ha prosperado, atribuyen el mérito a la suerte. No conciben un juego de causas y efectos sino de azar y esto es la base de todo mal. Hemos perdido el heroísmo para entregarnos a una vida adormecida y sin ilusiones. La vida es injusta, está llena de situaciones difíciles, puntos de partida complicados, momentos trágicos y dificultades. Muchas están cargadas de determinismo pero cómo reacciones ante ellas depende de ti, y tú mandas. Pero los dados hay que jugarlos…

Desde hace décadas, tengo la fortuna de saborear de forma especial determinadas épocas del año. El solsticio de invierno, con su noche más larga, es un momento más que propicio para recapacitar. Si además, lo combinamos con la tradicional esencia navideña, se genera un estado de ánimo que favorece la introspección. Vivimos tan deprisa, que nos concedemos poco espacio para pensar tranquila y serenamente. En tiempos pretéritos el solsticio de invierno era algo más que una celebración astronómica, porque antaño los acontecimientos naturales, sobre todo los relacionados con los astros, tenían su vertiente interior. Tanto en la vida de los pueblos como en la propia vida de cada uno.

El solsticio de invierno guarda la esencia del alma indoeuropea y la Navidad refleja la cara más agradable y más hermosa del cristianismo. Eso sólo si hacemos referencia a la versión religiosa y externa, porque la cara interior y profunda sigue existiendo como algo intacto, inmaculado e inalterable. Esta versión interior es la que debemos potenciar en la medida de lo posible. Cambiemos “las fiestas” por la profundidad de un símbolo que de alguna manera siempre ha estado presente.

Es menester reflexionar para tener conciencia, para recuperar una intimidad que este siglo nos está negando. Es imprescindible rescatar las narraciones antiguas, las leyendas de nuestros antepasados; mientras eso no se pierda, podremos albergar   esperanza. Porque todos estos mitos, todos estos relatos nacen más arriba que cualquier manifestación religiosa en el sentido actual, son el recuerdo de un tesoro que se lleva en nuestra misma sangre.

El círculo es el símbolo del sol radiante que gira continuamente encarnando así los ciclos y las renovaciones. En los textos védicos la rueda tiene un significado cósmico: su permanente rotación representa la renovación, la resurrección. La rueda puede tener doce rayos, como el ciclo solar o cuatro, que indica la periodicidad de las estaciones o las cuatro direcciones del espacio. El solsticio de invierno representa la supervivencia de la luz en el momento del frío, de la oscuridad, es una puerta a la esperanza.

En mi caso, y por aportar un toque mucho más coloquial y profano, lanzo un conjunto de demandas para el 2024: cenar con la tele apagada, la Nochebuena en familia, viajar sin hacer miles de fotos, mantener las amistades de la infancia, unas buenas lentejas, conversar sin mirar el reloj, pasear por El Escorial o por el Bentayga.

Y ya que estamos, reivindico las bodas de oro, los refranes, una buena pelea por pagar una ronda, dejar colarse a las ancianas cuando hacemos la compra, leer el periódico, los baúles de los recuerdos, la vida con niños y abuelos y las zapatillas de andar por casa.

Reivindicar, por supuesto, los libros de viajes y aventuras, las personas responsables, la gente que asume retos y obligaciones. En definitiva, y por no extenderme más, apuesto por el exuberante atrevimiento de decir lo que pienso, de caerle mal a mucha gente que a veces aguanto en silencio y de continuar disfrutando de la amistad como algo sagrado. Sagrado como la vida.

En su día escribí sobre una mágica noche, en la Mesa de Acusa, envuelto por una mágica lluvia de estrellas; una verdadera nebulosa de Perseidas en la mejor compañía. Esa noche entrañable fui más consciente, de la multitud de lugares de enorme carga simbólica con los que cuenta Canarias. El escenario es importante, generar el ambiente adecuado también, pero lo realmente esencial es el ejercicio de introspección. Contemplar ese despuntar del padre sol, disfrutar de un amanecer supone una gran experiencia en la que nos percatamos de la trascendente y maravillosa experiencia que supone estar vivos.

En este último solsticio de invierno, la noche más larga del año, respirando el aire limpio de la noche en el Guiniguada, celebramos una prolongada velada depositando nuevamente nuestra confianza en la perennidad de la vida. Una vez más, el sol no defrauda nuestra esperanza; retorna su progresivo fulgor, cada día más alto, hasta la llegada de la primavera. Cuando llega el verano, el solsticio marca el triunfo de la luz y del calor. Los hombres celebramos con alegría el poder del sol.

Hay que darse prisa porque hoy la alegría empieza a ser subversiva. Antes de que prohíban citar el solsticio navideño, mientras podamos, felicitemos a agnósticos y a creyentes, a izquierdas y derechas, a todos los capaces de apreciar el júbilo y la belleza sencilla, sin asomo de vulgaridad ni de engolamiento. Seamos conscientes del milagro de la vida, mientras esperamos el sol.

Luis Nantón Díaz