No, hoy no toca un comentario literario al famoso texto de Dominique Lapierre. Primero porque no hacemos referencia a una novela, sino a la pesadilla que están viviendo nuestros vecinos franceses, y segundo porque no sólo es París, su capital, sino que hay muchas más ciudades sumidas en ese mismo enfrentamiento. Lo que más huele a chamusquina, con tanto incendio, es que casi no aparece nada en los medios, como si se tratara de evitar que la situación se conozca. Da igual el color político del diario, todos comen y beben de la misma mano: se llama agenda 2030 y te quieren desinformado, desorientado y sumiso.

El mandatario francés Macron es hoy la imagen de la impotencia mientras Francia se consume, como preludio a lo que puede ocurrir en otros muchos rincones de Europa. Es la acreditada impostura de los políticos europeos del consenso globalista. El llamamiento a fronteras abiertas empobrece el mercado de trabajo, devalúa la sociedad y genera enfrentamientos.

Hay tres modelos culturales distintos que pugnan en Europa por la hegemonía social: el tradicional, el globalista y el islam. El primero es el modelo histórico de cada nación, basado en valores familiares, religiosos y tradicionales que está encarnado por la derecha, o más concretamente por las nuevas derechas europeas. El segundo, representado por la izquierda, es un modelo procedente del mundo anglosajón que defiende la homogeneidad a través de la desaparición de las fronteras y los componentes identitarios. El tercero es el islam, históricamente árabe, que ha sido importado mediante los cambios demográficos. Resulta qué en esta guerra, la izquierda es aliada del islam porque considera prioritario la destrucción de los modelos tradicionales. Pero el globalismo es incompatible con el islam y tarde o temprano tendrá que enfrentarse a él. 

Francia ha estado estos días, como lo estuvo en el 2005, en un auténtico caos social. La explosión de violencia se ha producido como reacción a la muerte de un joven argelino por disparos de un policía, tras saltarse un control policial mientras conducía un coche sin carnet. Esto ha dado pie a que una masa enfervorizada se haya lanzado a la destrucción, al saqueo y al incendio por toda la geografía francesa. Al Sr. Macron, lo que se le ocurre para solventar la situación, es intervenir los medios y redes sociales, para que no se difunda información de lo que está aconteciendo. Según el brillante mandatario, las redes sociales tienen la culpa de que decenas de millones de franceses vean interrumpida su vida cotidiana y amenazada su integridad personal y patrimonial por un brutal despliegue de violencia. Cuando un político te impide el acceso a la información y argumenta que es por nuestro bien ya puedes empezar a temblar.

Soy plenamente consciente de lo políticamente incorrecto que resulta hablar así del problema de la inmigración ilegal, masiva y descontrolada. Seguro que ya se están rasgando las vestiduras pero no se puede continuar mirando hacia otro lado ¿Por qué no sale nada en los medios a pesar de la magnitud del caos de Francia?  ¿Qué es lo que pretenden ocultarnos? Posiblemente, por nuestro bien, no desean que reflexionemos sobre determinadas realidades y la mecha que estamos encendiendo.

La coyuntura es tan grave que el presidente Macron, mantiene desde hace días una unidad de crisis interministerial por la revuelta. Ya son más de un millar de individuos detenidos. El Gobierno ha desplegado más de 45.000 agentes y blindados en un intento de controlar las movilizaciones. Hasta el momento el ministerio del interior ha contabilizado 6.200 vehículos y 10.000 papeleras incendiadas, más de un millar de inmuebles dañados de diversa consideración, 180 ataques contra comisarías y más de 820 gendarmes heridos. 

En un nuevo espacio de terror, que tanto le agradaría a Robespierre, visualizamos las excelencias de una falsa multiculturalidad. El buenismo nos puede y sólo hay que ver las declaraciones de la ONU o de la Comisión Europea sobre el problema. Porque el problema es que la policía gala es «racista». Mientras monsieur Macron se muestra incapaz de proteger la vida, la seguridad y la propiedad de los franceses, suplica a los inconscientes bárbaros que tengan a bien no quemar toda Francia. Algunos datos significativos de los protagonistas de este nuevo clima de terror: la edad promedio de los terroristas urbanos es de 17 años, el 30% son menores de edad y el 40% ya estaban fichados por la gendarmería. El factor religioso no parece que sea determinante aunque en su mayoría profesan la religión islámica. 

Los parisinos están aterrados y encerrados en sus casas, contemplando asustados cómo la jauría incendia sus coches, colegios y bibliotecas. Pese a que un amplio porcentaje está pidiendo en voz baja la movilización del ejército, suena mucho más fuerte el canto de las sirenas globalistas, que exigen calma y sosiego. La gendarmería está harta, y así lo han manifestado los principales sindicatos policiales, ahítos de unos políticos incapaces. No nos engañemos, ya nadie puede resolver este problema. Hablamos de muchos millones de individuos que no desean integrarse. Como explicaban el otro día, el camión viene hacia nosotros, nadie lo puede parar, está sin frenos y es una inconsciencia no prepararse para el golpe. Porque el golpe viene. 

Toda muerte violenta es un drama y un fracaso, pero nada justifica la furia desatada que asola Francia. Aunque el detonante sea la muerte de Nahel, la devastación, el saqueo y la anarquía están motivados por un profundo y voraz odio hacia el mundo que los ha acogido y al que desprecian.

Cuando dos o más grupos étnicos conviven durante un tiempo pueden hacerlo de tres maneras distintas: multiculturalismo, integración y asimilación. En el multiculturalismo, los grupos mantienen sus señas de identidad, viven segregados y se relacionan únicamente por razones comerciales o laborales. En la integración, las etnias mantienen sus costumbres pero se mezclan y sienten que forman parte de una identidad común que los engloba a todos. En la asimilación, un grupo asume las características del otro hasta el punto que no puede considerarse distinto.  

El mito del progresismo en materia de inmigración es la integración. Pensar que el inmigrante podía integrarse en la sociedad de acogida recibiendo estímulos económicos y culturales, ha quedado demostrado que es una forma de perder tiempo y mucho dinero. Algo ha fallado en las últimas cuatro décadas en Francia y en toda Europa. La proliferación de las zonas «no go» dónde ni la policía se atreve a entrar, son la prueba del fracaso de la integración. Estas líneas no son una proclama xenófoba, sino una llamada a la reflexión. Cuando los resultados de las políticas adoptadas por el espectro político de siempre son un fracaso, el sentido común nos dice que es preciso rectificar o al menos recapacitar sobre ello.

Luis Nantón Díaz