El miedo es la creencia de que algo malo va a ocurrirnos. Es un temor difuso a lo que ocurrirá en un futuro impreciso, con una probabilidad indeterminada y sobre lo que no tenemos control. Te impide analizar la realidad circundante sin sesgos y hace que percibas como amenazantes, señales que en otras condiciones no lo son. Te obliga a tomar decisiones exentas de riesgos, a posponer actividades o proyectos, en definitiva a quedarte quieto esperando lo peor. Lo contrario a ese oscuro sentimiento del miedo es la confianza y dominio de uno mismo; el convencimiento de que todo va a ir por su cauce. Relativiza los signos aparentemente perniciosos y aporta el empuje que nos permite afrontar la incertidumbre. 

Es importante diferenciar ese sentimiento del miedo real, que supone una amenaza concreta con tres características:  se produce en el presente o en el futuro inmediato, su probabilidad es muy alta y sobre la que tenemos control. Ese miedo es en realidad una ventaja adaptativa que nos moviliza para la acción y nos permite defendernos o buscar una solución. Es lo que sentiríamos si nos encontramos en un incendio o nos disponemos a cruzar un desfiladero por un puente endeble. El miedo real te empuja a actuar mientras que el otro, te paraliza. Tenemos miedo a envejecer solos, a enfermar, a perder el estatus, a que nuestros hijos sufran…

Si resulta que las amenazas difusas nos bloquean, provocar miedo genera una muchedumbre agazapada que interpreta la realidad de forma sesgada y no tiene fuerza para modificarla. La mentira y la manipulación siempre han sido herramientas de los  políticos actuales. Pero ahora se impone el relato y para eso se necesitan voceros que te ayuden a propagarlo. Cualquier relato, por discutible y parcial que sea, se convertirá en verdad absoluta si se repite hasta la saciedad y con las necesarias secuencias. No pretendo convencer, simplemente plantar la semilla de la duda que genere un espíritu crítico.  Eso nos permitirá analizar y adoptar libremente la mejor decisión, teniendo en cuenta tanto el bien común como el interés personal. En clave de humor les recomiendo el delirante mensaje de Fabian C.Barrio titulado “Manual para asustar a la vieja” (https://www.youtube.com/watch?v=GdqCIyicuI0) trepidante guión que explica cómo se genera y extiende ágilmente un relato.

Todos los años por estas fechas se saturan los servicios de urgencias de nuestros hospitales y centros de salud. Resfriados y gripes atacan en las mismas fechas y con diferentes cepas. Mueren muchas personas, miles de personas cada invierno pero no se puede mercadear con el dolor de la gente ni con la salud. Hay un problema estacional, como ha ocurrido desde hace décadas. No hay una epidemia, ni nada parecido. Eso no significa que el problema y sus repercusiones no existan, pero todo en su justa medida. La saturación en urgencias no se va a solucionar ni con la delirante auto baja de tres días, ni con la imposición de unas mascarillas.  

Las mascarillas, primero denostadas y luego metódicamente impuestas, se convirtieron  para unos en un símbolo de sumisión y para otros en un amuleto de protección. Lo único que ha quedado claro, en casi todas las comunidades autonómicas, es que ha sido un lucrativo negocio para unos pocos, con comisiones y precios desorbitados. No existía evidencia sobre su utilidad para el público en general, pero ha sido un reciente estudio Cochrane el que ha puesto definitivamente en duda la eficacia de las mascarillas en la prevención de la transmisión de virus como la gripe o el Covid. Si queremos informarnos en profundidad sobre un tema, busquemos fuentes primarias, apliquemos el sentido común y preguntémonos quién tiene interés en que creamos algo y se beneficia de ello. Hay infinidad de estudios e invito a los lectores a su revisión crítica. 

Inicialmente dijeron que las mascarillas eran inútiles, pasando a obligarnos durante un periodo infernal, que se sostuvo inequívocamente por cuestiones políticas, no científicas. Había que llevar mascarilla al aire libre, en la playa, algo tan ridículo que da vergüenza recordarlo. Lo que sí lograron las malditas mascarillas fue trasladar una permanente sensación de peligro que convertía al otro en una amenaza. La evidencia científica sobre su utilidad epidemiológica brillaba por su ausencia pero sufríamos los nocivos efectos de respirar todo el día nuestras propias miasmas por no hablar de las consecuencias psicológicas. 

Pudiera parecer que muchos datos y un volumen tan abundante de información, tiene como principal propósito el ocultar lo veraz y contrastado. Pero si comparas datos, si es posible en origen, y tienes la paciencia y la fortuna de contrastarlos, puedes acercarte a algo cercano a la “verdad”. Una medida que científicamente no pondera beneficios, frente a efectos adversos, que se adopta por consideraciones estrictamente políticas, se convierte en una draconiana imposición. Tengan en cuenta, que organizaciones como la OMS, sustentadas fundamentalmente por grandes corporaciones, están obsesionados con sacar adelante su delirante tratado de pandemias. Parecen controles periódicos para evaluar hasta dónde estamos dispuestos como población a aguantar y para focalizar la atención lejos de otros problemas más tangibles y acuciantes. Nos toman la medida, para ver hasta qué punto tenemos conciencia de ceder nuestra soberanía nacional y personal.

Lo que es innegable es que las mascarillas han vuelto a despertar el miedo. Ese miedo del que hablaba al principio del escrito, el que hace que todo se ralentice, el que nos bloquea. Nos recuerda esa época oscura por la que pasamos no hace mucho tiempo. Encerrados en casa asistimos a todo tipo de imposiciones que limitaban nuestras libertades. Los inconstitucionales toques de queda, la restricción del número personas que podían asistir a una reunión, la exigencia de presentar el certificado de vacunación para comer en un restaurante… 

Tenemos muy presente el lento viacrucis que tuvimos que pasar hasta que finalmente desaparecieron y no se nos olvida todo lo que perdimos mientras tanto. Hay gente que se encuentra cómoda con esta nueva imposición y lo reviste de responsabilidad como si todos los que disienten fueran inconscientes que ponen en riesgo al resto de la humanidad. Eso si disientes de palabra, que si encima planteas la desobediencia a la obligatoriedad de ponerse una mascarilla que ni los propios científicos se ponen de acuerdo en que sirva para algo …ya pasas a convertirte en un peligroso delincuente.  

Poco a poco van cincelando nuestras conciencias, y nos venden como un prudente ejercicio de solidaria responsabilidad, algo que conlleva renuncia y sometimiento injustificado. Esto, como ocurrió antes, supera con mucho lo específico y puntual del momento.

Si algo nos enseña la historia reciente es lo difícil que resulta revertir las medidas autoritarias que se llevaron a cabo por la emergencia. Una vez desaparecida la amenaza, quedan los mecanismos de dominación y, lo que es peor, el instinto social de sometimiento. Por favor, recapacitemos al respecto. El miedo inunda la cotidianeidad, se extiende como un manto oscuro ahogando las individualidades y cercenando todo aquello que sobresale de forma molesta. Aunque no todo está perdido, porque queridos amigos, el miedo y la libertad viven en el mismo rellano de la escalera.  

Luis Nantón Díaz