El debate de investidura de esta semana en el Congreso de los Diputados ha servido fundamentalmente para dos cuestiones. Una es destacar la ausencia de nivel de la mayoría de nuestros representantes políticos, nivel intelectual, profesional y moral. Sólo algunos, en la tribuna y en otras esferas, han mantenido actitudes valientes, honradas y vinculadas a la defensa de todo lo que significa España. La otra cuestión es que todo el personal se ha retratado, con absoluta y nítida transparencia.

Su Sanchidad es el mejor. Ni siquiera ha tenido que salir a la palestra, mandó a un sicario como muestra de su desprecio hacia todos los que no lo idolatran. Otro presidente, de los que salen en los libros de historia se preguntaba: «¿Qué es el poder? ¡El poder es la impotencia!». Esto lo declaraba el presidente francés de Gaulle. Su Sanchidad tiene clarísimo lo que supone el verdadero poder, el poder por encima del poder, el poder de hablar ex cátedra, de hablar desde la montaña, para sí y para el mundo. Es soberano quien dice: esto es lo bueno, lo bello y lo verdadero; por más que en realidad sea malo, feo y falso.

A nuestro gran timonel los trámites y parafernalias del parlamentarismo patrio se la traen al pairo. Busca confrontación, titulares para un Twitter; con ello y sus bien pagados voceros quiere ganarse a la calle. Tiene bien claro cuál es la fuente de su poder. Ni en Mordor tenían tan claros los objetivos y la estrategia.

Con semejante foto de la «cámara alta», me volqué en la lectura de «La divina comedia» de Dante, para ver si en los anillos del infierno habría cabida para tanto desalmado, hipócrita, tolete, inútil, cobarde y ventajista. Tengo serias dudas, porque mira que esta gente persevera y los ʿFieles de Amorʾ no podían imaginar tamaños desatinos. Este pequeño arrebato intelectual desató una tormenta en mis atribuladas y menguadas neuronas.

Tras la pesadilla parlamentaria estuve revisando a algunos grandes de las letras y aparecieron los nombres de Michel de Montaigne (1533-1592) y Étienne de La Boétie (1530-1563). Los ensayos del primero parecen un premonitorio preámbulo de los discursos del segundo. Su relación, la corriente de aire fresco que ambos representaron, refrendó una intensa amistad. Recordé que hace sólo una semana mi gran amigo Eduardo me regaló una magnífica edición de «Discurso de la servidumbre voluntaria» de Étienne de La Boétie. Respeto mucho a este amigo, por su templanza, por su cultura y por su lealtad para lo que considera justo. Le estoy muy agradecido por su amistad y por este delicado regalo.

Me puse a soñar en nuestra herencia cultural, un maravilloso tesoro que en numerosos años de memoria incluye desde Homero, Platón, Sócrates, Ovidio y cientos de genios; Shakespeare, Leonardo, Cervantes, Velázquez, Góngora, Nietzsche, Sorolla y una interminable lista de maravillas. Todo esto no está siendo laminado por la Agenda 2030, ni por las ebulliciones climáticas, ni los catecismos de la ideología de género. Ni tan siquiera por la pandilla de botarates semianalfabetos que legisla y trinca en Bruselas con el objetivo de igualarlo todo en la mediocridad y aplastar la inteligencia allí donde todavía puede brillar. Todo esto se va al garete por nuestra permisividad, por nuestra voluntaria servidumbre.

Montaigne decía que a lo largo de los años escribió su libro de la misma manera que su texto lo había hecho a él. Algo semejante nos ocurre a los lectores irredentos con los libros.  Marchamos juntos, pese a los cambios, pese a las transformaciones del yo, del mundo y de la historia. El crecimiento personal, ya sea mediante la amistad o mediante la lectura, supone una continua metamorfosis. En cierta medida también aprendes y te enriqueces con las lecturas de tus amigos, de las personas que estimas y respetas.

La Boétie ha meditado sobre la facilidad con la que se olvida el don de la libertad, sobre cómo el esclavo erige al tirano, sobre ese miedo que nos encadena y nos hace serviles. Su originalidad es mostrar que, al contrario de lo que se cree, la servidumbre, aparentemente forzada, es un acto voluntario. Imaginamos a Montaigne y a La Boétie bondadosos y apacibles, aislados en sus torres de marfil pero en realidad fueron una agria respuesta a las turbulencias de su época. Su asqueado rechazo del fanatismo religioso y político, de la crueldad inhumana que los alimenta y a los que sirve de coartada. No hay una idea por la que los hombres no estén dispuestos a sacrificar vidas.

Ningún poder, eso lo saben La Boétie y su Sanchidad, domina y explota de forma prolongada sin la colaboración activa o resignada de una parte significativa de la población. No somos sino una suma de necesidades y apegos, de inclinaciones y apetitos. Esas ataduras dictan nuestros afectos, pero sobre todo nuestros silencios. Y en estos tiempos nuestra cobarde pasividad, con el burdo y manido pretexto de que nada se puede hacer, carcomen nuestra personalidad y sobre todo, nuestra libertad. Un tesoro del que cada día somos menos conscientes. 

Nuestro filósofo francés, filósofo y abogado del Renacimiento, describió la servidumbre voluntaria como un «monstruoso vicio». Era plenamente consciente de que los que menos saben, los menos formados, siempre obedecen mejor. Un vicio que lleva a un número infinito de personas a ser tiranizadas y conducidas al servilismo por su propia voluntad, con el cuello bajo el yugo, no obligadas bajo una fuerza mayor, encantadas y fascinadas “por el sólo nombre de uno”. Como indica el poeta gallego Antonio García Arias: «Los seres humanos del mundo moderno caminamos por la vida a cien kilómetros por hora, pero no huimos de ningún lugar, ni vamos en realidad hacia ninguna parte». Posiblemente ni siquiera buscamos las mansas y tranquilas servidumbres.

No podemos olvidar que la servidumbre al tirano, implica la pérdida del sentido natural de la libertad, la disminución del valor y finalmente la impotencia. El tirano se alimenta de obediencia, servidumbre y devoción voluntaria de las personas. No tiene amigos ni entiende la amistad. No comprende ni valora la lealtad. No es amado ni ama. Una vez asentado en su dominio, engaña y seduce para mantenerse en el poder, su única motivación. Por eso, me cuesta comprender, pese a los buenos retratos obtenidos, el buenismo de nuestros políticos que nos han tocado, frente a una sistemática desmantelación de nuestro sistema de garantías.

Frente al vicio de la servidumbre, La Boétie, al igual que su amigo Montaigne, eligió la virtud de la libertad. Recientemente, una curiosa y emotiva película me recordó que la vida no es un derecho sino un privilegio. Un privilegio con mayúsculas.

Luis Nantón Díaz