En una sociedad que evita hablar de la muerte hay cada vez más personas que deciden poner fin a su vida. En los últimos 40 años la población española ha crecido un 25% pero el número de suicidios registrados en el Instituto Nacional de Estadística se ha incrementado en un 128%. Los datos de mortalidad en España en 2022 constatan que éste fue el peor año en relación con el suicidio. Se registraron 4.277 y el suicidio pasó a convertirse en la primera causa de muerte externa. Además, el consumo de ansiolíticos y sedantes no deja de aumentar en nuestro país, que ostenta el oneroso primer puesto en consumo de diazepam o Valium por cada mil habitantes del mundo. Hay un clamor que demanda un plan nacional de prevención del suicidio que resulta difícil llevar a la práctica por la cantidad de variables sociales, relacionales, existenciales y biológicas que influyen en una persona que toma esa decisión.

Tradicionalmente en el abordaje biomédico de la autolisis se repite un mantra que dice que el 90% de los suicidios proceden de un estado mental alterado mientras que el 10% responde a una decisión racional. Parecería que la mayor parte de los suicidas se ven abocados a esa situación mientras que unos pocos deciden libremente acabar con su vida. Los primeros están enfermos y los segundos tienen problemas que no saben afrontar o sobrepasan sus recursos. Pero como casi siempre ocurre con la conducta humana, es difícil de etiquetar en cajones tan estancos, ni los unos son tan libres ni los otros tienen tan poca libertad. Tanto la fatalidad como la libertad son las fibras que entrelazadas, urden la vida humana. Resulta difícil establecer los criterios que delimitan un estado mental alterado, una enfermedad mental o la incapacidad para tomar decisiones. El sufrimiento psicológico compromete la toma de decisiones pero no la invalida. La muerte trágica de un ser querido, el desamor, las dificultades financieras… pueden alterar nuestra percepción e influir en nuestra conducta sin que eso implique que hayamos perdido la libertad de elegir. Lamentablemente todos esos eventos forman parte del drama existencial de la vida humana.

En la práctica la única variable que se correlaciona con la conducta suicida es el dolor psicológico con tres características catastróficas: es intolerable, es interminable y profundamente limitante; convendrán conmigo en que esto, sí que está presente en todos los suicidas. La gente no se suicida porque esté deprimida, sea alcohólica o tenga un trastorno adaptativo, sino porque está atrapada en un laberinto vital de sufrimiento que es el causante de los síntomas que percibimos: desmoralización, vivencia de vacío, desesperanza, consumo de tóxicos, impulsividad… que conducen a la conducta suicida. Desde esta perspectiva, la prevención del suicidio integral debe abordar la identificación de esos escollos vitales que son los agujeros por los que se filtra el sufrimiento psicológico del hombre, en lugar de achicar los síntomas que inundan el barco de la vida.

Si modificamos todo aquello capaz de producir ese dolor psicológico interminable es factible cambiar las tendencias suicidas. Las medidas contra la pobreza, el acceso a la formación, el empleo de calidad, la vivienda digna, la persecución de la conducta abusiva, la protección de la población vulnerable sin olvidarnos de la intervención de los profesionales de la salud mental y todo su arsenal farmacológico.

Estamos inmersos en un mundo vertiginoso, en el que todo transcurre con prisa. Ese apremio conduce a la irreflexión y a la postre al aturdimiento. La inmediatez nos convierte en intolerantes a la frustración, a la espera, al aburrimiento. La gente más joven tiene menos resistencia al fracaso y es inevitable relacionar esto con la cultura del esfuerzo, tan devaluada en nuestro sistema educativo. La proyección del mundo, que las redes sociales bombardean sin tregua, genera unas expectativas difíciles de cumplir que conducen al desengaño. Unas vacaciones de ensueño, un amor enloquecido, una casa maravillosa… ¿y yo no? La decepción nos aboca a la búsqueda de vías de escape que distorsionan el sentido de la vida y nos convierten en un colectivo desorientado, perdido en su identidad. Los individuos aislados son incapaces de establecer conexiones humanas de calidad. La disolución de la familia, los conflictos de identidad sexual, la atomización de la sociedad, la pérdida de la espiritualidad, convierten en una tarea imposible encontrar referencias sólidas sobre las que construir valores que aporten sentido a la vida 

La incertidumbre y la inestabilidad producen desesperanza. La precariedad en el empleo, la falta de habilidades para enfrentarse a la adversidad, los conflictos bélicos, la enfermedad… pueden ser determinantes para que un individuo decida poner fin a su vida, además de los trastornos mentales. Lo habitual es que empiece de forma insidiosa: dificultad para concentrarse, desinterés por actividades de las que disfrutaba, alejarse de los amigos, incurrir en comportamientos autodestructivos, regalar sus pertenencias, cambios en el ritmo de sueño. Con frecuencia piensan que buscar ayuda es un signo de debilidad y creen que sus seres queridos estarían mejor sin ellos. 

Es un tema tabú y no es un tópico. No se habla de los suicidios, no se abren telediarios con las cifras de muertes autoinflingidas por el suicidio mímico, el temido efecto Werther. El libro «Las penas del joven Werther» de Goethe, que está considerado el inicio del romanticismo en la literatura, estuvo prohibido en varios países porque se consideró que inducía la imitación de la conducta suicida. Hay toda una lista de consejos sobre cómo deben publicarse las noticias relacionadas con un suicidio para evitar el efecto del contagio.

Si han asistido alguna vez a un velatorio de un suicida se habrán percatado de que a la bofetada de la pérdida se añade, sin conmiseración alguna, la bofetada de que se podía haber evitado. Los allegados se sienten culpables por no haberlo visto venir. Repasan de forma enfermiza los últimos instantes que compartieron y se ahogan en la culpa por no haber identificado señales que en ese momento les parecen clarísimas; cuando les dijo que estaba poniendo en orden sus asuntos o rechazaba probar la tarta de manzana que tanto le gustaba.  Repiten con angustia lo que hicieron, o peor aún lo que no hicieron, eso que según ellos podía haber impedido la tragedia. El suicidio no sólo acaba con la vida del que lo lleva a cabo, sino que es devastador para la vida de aquellos que se quedan. Piensan que no han sabido estar a la altura y que no fueron lo bastante buenos como para hacerle cambiar de opinión. Padres, hermanos, hijos, parejas, amigos… ninguno fue suficiente para que deseara seguir viviendo.    

Debemos concienciarnos de la magnitud del problema y aportar soluciones. Los profesionales sanitarios, las instituciones, la familia y los amigos son agentes fundamentales en el entorno de un suicida. Aprovecho para recordar el paseo en moto solidario por la salud mental y la prevención del suicidio del próximo 19 de mayo en todo el mundo promovido por Distinguished Gentlemans Ride y por Ulises Galván en Gran Canaria.

La vida no es justa, eso ya lo sabemos, pero es desgarrador pensar que todas esas personas que un día deciden que ya no pueden más, a lo mejor hubieran podido, si hubieran percibido esperanza. Hagamos pues de la esperanza nuestro baluarte y difundámosla en nuestro devenir por el camino de la vida. 

Luis Nantón Díaz