Vivimos en una época en la que aparentemente todo es relativo e inconsistente. Las normas no existen, ni siquiera las que nosotros mismos nos marcamos de forma individual.  Sobrevivimos felizmente en un mundo líquido, en un relajado y cambiante espacio moral donde todo es creíble si no tenemos espíritu crítico. Posicionarse en un asunto es de intransigentes y la verdadera resiliencia es mirar hacia otro lado y esperar sumisamente el santo advenimiento.

¿Qué mensajes nos manda este acomodaticio ecosistema? Que la experiencia que denominamos vida es una cuestión mecánica y que no hay Dios. Tampoco hay mandamientos sino sugerencias y lo que antes eran pecados ahora son deseos legítimos. Esta sociedad no respeta lo sagrado porque no capta lo trascendente. Te dicen que creer en Dios es cosa de timoratos y que ser español es algo malo. Al parecer, somos un pueblo violento y extremista que justifica una leyenda negra sólo para nosotros. Hay que dar explicaciones, casi pedir disculpas, por esgrimir cualquier cosa con nuestra enseña. Afirman que la familia es algo pasado de moda, una estructura arcaica y anquilosante porque los géneros son condicionantes artificiales, que todo depende de cómo te percibas ese día ¡Cómo se te ocurre tener hijos! Los condenas a un futuro incierto al que tú no te opones ni con el menor gesto de desaprobación. Este mundo elástico e inmaduro está en contra de todo aquello que genere identidades robustas porque se niegan las verdades absolutas. Paradójicamente, este mundo líquido ha exacerbado identidades artificiales para combatir las identidades «tradicionales» donde parece que importa más ser «binario no sé qué» que abuela o padre de familia.

Cuando éramos niños, soñábamos con convertirnos en adultos, como lo eran nuestros padres y abuelos, no como estos eternos adolescentes de ahora. Queríamos convertirnos en aquellos que nos servían de ejemplo: adultos respetuosos, serviciales, educados, comprometidos, fiables, honestos y serios. Adultos consecuentes con su ideario, que defendían pocas certezas y algunas dudas, que entendían la amistad como una férrea religión que te elevaba. Adultos que no fallaban o al menos se dejaban la piel en el intento.

Tenemos que recuperar la dignidad en su sentido más literal. Dice el diccionario que la dignidad es la cualidad del que se hace valer como persona, del que se comporta con responsabilidad, seriedad y con respeto hacia sí mismo y hacia los demás y no deja que lo humillen ni degraden. Hay que reconquistar la dignidad de exponer tu visión del mundo, con respeto y coherencia, pero sin estar permanentemente preocupado por si alguien se puede ofender. No olvidemos lo que decía Unamuno «sólo se trata de lo que tú pienses de ti y de lo que piense de ti Dios». Dignidad es saber decir no y atenerte a las consecuencias, de igual manera que obligarte a decir sí, cuando las circunstancias lo reclaman. La dignidad es seguir a pesar de todo, pese a la profunda soledad del que carga con la cruz de su coherencia en clamoroso silencio.

La dignidad es mantener tus posiciones, con respeto, con ecuanimidad, pero con decisión incluso si se aleja del buenismo y lo políticamente correcto. Tenemos que buscar la senda que nos distancie de seres intrascendentes, blanditos, superficiales, hombres niños que juegan a ser hombres; seres débiles, que no cumplen con sus obligaciones, dependientes de los demás, que no soportan estar solos. Aunque vivimos en comunidad somos seres autónomos, creadores, con clara conciencia de lo que queremos y cómo lo queremos. La dignidad no es dar lástima ni hacer el ridículo. No es necesario buscar la aquiescencia de todos los que nos rodean. Respetar a los demás, empieza por respetarse a uno mismo y amueblar bien la casa, la mente e intentar vivir en consecuencia. Cuando observamos los frontones del Partenón de Atenas podemos darnos cuenta de que la excelencia del maestro estaba incluso en aquellas partes que no eran visibles para aquel que los contemplaba. El artista buscaba la perfección en su obra sin importarle que nadie pudiera admirarla; lo hacía para él y para los Dioses. La dignidad no busca conseguir adeptos.

Hay que apostar por lo auténtico y diferenciar lo pasajero de lo sustancial; lo real y lo genuino, de lo impostado y de lo informe. Cuando se «hace» sin «ser», la impostura resultante sólo impresiona a quien nunca «ha sido». No hay alma, no hay carácter, sólo el efímero reino de lo vacuo. Posiblemente, si has logrado leer hasta aquí hayas percibido desencanto, pero no es así. Apuesta por la plenitud, por pretender estar y avanzar en el sendero que te señalaste. Busca la diferencia entre la felicidad y la diversión; entre el amor y el enamoramiento; entre una copia y el original; entre la hondura y la profundidad. Acepta que el placer no es lo mismo que la satisfacción y la diferencia está en el esfuerzo. El placer se obtiene a través de un estímulo y cuando cesa, desaparece. Es una sensación efímera que nos obliga a buscar continuamente estímulos para poder replicar ese estado. Sin embargo, cuando contemplamos algo que hemos logrado con esfuerzo, con tesón, con sacrificio, con trabajo… somos capaces de percibir la misma satisfacción que experimentamos cuando lo hicimos. Si se logra vivir con la intensidad suficiente, dicen algunos, que muchas de estas cosas se aprenden con el tiempo, que decididamente es un recurso limitado. No lo olvidemos; así son las horas, todas nos dañan y la última nos mata.

Lo que estamos viviendo es una rareza histórica, poco tiene que ver con lo vivido por anteriores generaciones. Lo que parece un bienestar material, esconde un verdadero cataclismo espiritual. Generaciones anteriores sabían que lo normal es vivir en crisis, la vida en la frontera, los conflictos, las penurias, las epidemias, las malas cosechas, el miedo y tener clara conciencia de tener enemigos que están al acecho. Por eso se sentían minúsculos e insignificantes, pero al mismo tiempo sabían que eran una parte fundamental de la creación y su juego de delicados equilibrios. Esta es la historia de la humanidad, este ha sido el escenario de tus ancestros y ahora nos toca a nosotros comprender que lo normal es la incertidumbre y los problemas de verdad. Lo que no es importante es la obra de teatro que nos obligan a desarrollar cuatro palurdos gubernamentales, para que nos garanticen su seguridad, su felicidad. El único problema es que somos seres humanos, apenas eso. Frágiles, mortales pero guiados por la búsqueda de la dignidad.

Luis Nantón Díaz