En mi último cumpleaños, un amigo del que me estoy planteando seriamente el origen de nuestra incierta relación, tuvo el pésimo gusto de obsequiarme con unos ejemplares, unos capítulos de BONE STREET RUMBA. Esta triste muestra de falta de imaginación, de absoluta carencia de recursos, de casposa prosa de fácil venta y difícil digestión, tiene como autor a Daniel José Older, quien al parecer está entre los autores más vendidos según el New York Times. Personalmente, lo que opine este diario me preocupa muy poco, pero me sorprendía como algo tan insípido, podía acaparar tanto recibimiento. Solo hay que “rascar” un poquito, para ver que es una muestra más del buenismo imperante en nuestra estabulada sociedad. Si quieres prosperar, súmate al discurso dominante, propaga sus dogmas y el éxito acompaña, o lo que entendemos por éxito en esta cultura tan cortoplacista.

Al parecer el gran triunfo de este buen señor obedece a su publicitada solicitud, en el año 2014, para que la figurita del World Fantasy Award, uno de los premios más importantes de literatura fantástica, suprimiera la estampa de Lovecraft –autor esencial del género y de mérito universalmente reconocido– y en su lugar se pusiera la de Octavia Butler, que era mujer y de color. Por supuesto, su excluyente propuesta fue aceptada. En una sociedad como la nuestra, de consumo, opulenta para pocos, cuyo dios es el mercado, la imagen reemplazó al concepto: se dejó de leer para mirar, aun cuando rara vez se ve. Por eso Lovecraft, maestro indiscutible del horror cósmico, y fallecido hace 82 años, todavía sufre la persecución, castradora, niveladora e igualitaria de la globalización.

Los lectores de Lovecraft vibramos con sus inquietantes obras que reflejan un miedo metafísico que está latente en nuestros corazones, una reserva primordial hacia lo desconocido, a la negrura que se extiende y todo lo atrapa, en la que el ser humano no es más que una ínfima molécula en un universo carente de sentido, donde flotamos a la deriva tratando de sobrevivir. En su correspondencia, queda claramente manifiesto que Lovecraft apostó por el honor, porque somos lo que hacemos. Porque en la gravedad de los acontecimientos se desenmascaran las mediocridades, las imitaciones y la grotesca impostura que acostumbra a ser la representación de tantas vidas a medias, de felicidad descafeinada y de pánico a la propia exposición. El honor y amor por la tradición obligaron a Lovecraft a vivir lejos, a respirar distante de la mediocridad, y por ende de una vida desahogada.

Lovecraft eligió el culto a la diferencia que no emerge del capricho ni del emotivismo, porque aposto por la libertad, sin ambages y sin malabarismos intelectuales ni autocomplacientes, porque respondía solo ante sí mismo. La Tradición no tiene ningún sentido en el cosmos, pero lo significa todo en nuestro medio, en la vida práctica, porque no tenemos nada más que nos proteja del devastador sentimiento de “estar perdidos” en el tiempo y el espacio sin fin. Por esto, sin duda, Lovecraft es un escritor actual, más allá de su maestría clásica en el cuento de horror cósmico. Por eso también es políticamente incorrecto y víctima de estúpidas y sectarias persecuciones.

Tiempos oscuros para la libertad de expresión… ¿solo de expresión? El “buenismo” liberador es incansable, en su apabullante esfuerzo de hacernos a todos iguales. Nuestra Real Academia define al buenismo como una “actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia”. Resulta hasta bonito así expresado, pero solo resulta verosímil si los conflictos los provocan los ideológicamente afines. Por ejemplo, en la actualidad y en nuestro país: el separatismo catalán, los subvencionados voceros de las políticas de género, o algún colectivo al que ellos privilegian y subvencionan. En caso de que sea doctrinalmente opuesto, entonces las reacciones son viscerales, como resulta inevitable en gente que ahoga tanta agresividad con un diluvio de lágrimas falsas.

Desde hace décadas no se puede hacer política sin llorar, sin abrazar a todo maromo, sin posar junto a refugiados, marginales de toda índole o sin adular a minorías a cada cual más diminuta, tanto reales como ideadas por los medios. Aquel político que no transmite la melosa empatía de un Zapatero no llega a la “gente”, importando poco lo que diga, basta con el buen rollito, con el talante. Pocas veces se ha perseguido más la libertad de expresión que bajo el dominio de estos tiranos del progreso, que nos pretenden a todos igual de felices, siempre subordinados a sus dogmas, en la anónima quietud del pesebre.

La modernidad vende el determinismo histórico mientras que la tradición mantiene que la voluntad permite a los hombres controlar y diseñar su destino. Porque existe un destino, aunque no tengamos claro si existe capacidad para el cambio. En cuanto a su visión del hombre, son opciones radicalmente antagónicas. Para un progresista, el hombre está determinado por su medio y su educación, mientras que para un seguidor de la tradición un hombre es un ser único y autónomo. Utilizando ahora la terminología convencional, la derecha piensa, así, que los grandes hombres están en disposición de escribir la historia, mientras que la izquierda estima que la historia solo puede resultar de los movimientos de la sociedad. Además, la izquierda considera que la humanidad marcha hacia un progreso lineal y progresivamente mejorable, mientras que la derecha, por el contrario, sabe perfectamente que todas las civilizaciones conocen períodos de declive y decadencia.  Por último, los movimientos de izquierda son internacionalistas e, incluso, en determinados periodos históricos en los que ha llegado a sostener el hecho nacional, siempre lo ha hecho en nombre de valores pretendidamente universales. La derecha, por su parte, pone por delante las nociones opuestas de arraigo, herencia, comunidad y tradición.

Como siempre, todo lo expuesto es un arrebato furioso, aunque pudiera estar justificado, frente al imparable avance de la globalización. Olvidados los dioses, llegan los tiempos del hombre y sus costumbres. A quien realmente poco le afecta todo esto es al inmortal Lovecraft…, fue enterrado tres días después de su fallecimiento, el 15 de Marzo de 1937, en el panteón de su abuelo Phillips en el cementerio de Swan Point; aunque figuran sus datos en la columna principal, ninguna lápida señala su tumba. Décadas después de su muerte, un grupo de amantes de su obra, le erigieron una lápida donde puede leerse una frase transcrita de una de las miles de cartas que remitió a sus corresponsales: «Yo soy Providence».

Luis Nantón Díaz