Temo que hay pocas personas conscientes de la ingente cantidad de tiempo que nos sustrae la televisión. Inequívocamente la curva de consumo es creciente, en proporción a la desesperación por ser amenizados. El entretenimiento, en muchas ocasiones, es un subterfugio para evitar ver la realidad, para no asumir el desarrollo de nuestra propia vida. Es mucho más fácil ser “animados”, y que imaginen, sientan y piensen por nosotros. A lo mejor el problema es que al final, alguien termina viviendo por nosotros, en una vampírica relación que absorbe conciencia y espíritu crítico, como si fuera el rojo fluido vital.

La información no es cultura, de igual manera que la cultura no tiene por qué transformarse en sabiduría. Tampoco apetece adentrarse en el escabroso debate sobre qué entendemos por cultura, al menos cuando en la moderna línea actual, devaluamos contenido y continente para que sea burdamente asumido por todos. La cultura no es democrática, ni igualitaria, ni nada parecido. No existe una aristocracia cultural, es que la alta cultura es en sí misma la élite, la propia aristocracia, la parte de arriba, los mejores. La cultura, para ser cultura, debe doler porque debe despertar una pregunta, una duda, donde antes había una certeza. No debemos continuar confundiendo al personal, igualando todo desde abajo, y por ello hay que diferenciar cultura del mero entretenimiento. La cultura sólo es cultura si es aprendizaje interiorizado. El conocimiento solo sirve de algo si logra transformarnos, si llena un vacío. Pero interiorizar el aprendizaje conlleva un esfuerzo importante. Ya se convierte en un verdadero éxito, cuando gracias a ese camino, somos conscientes de la existencia de eso que nos falta, de todo lo que es necesario completar, construir, recordar, revivir…

Las series televisivas son el exponente cultural de nuestra época, la edad del número y de la cantidad. La televisión es la mastodóntica herramienta de la estrategia de sustitución en la que estamos inmersos. Sus series son tan mediocres como aparentemente entretenidas. Es un rápido veneno que transforma una realidad que no queremos ver, edulcorando nuestra visión, y anestesiándonos el alma. Nos presentan como normal, lógico y natural, lo que nunca lo ha sido. Esta ingeniería social está consiguiendo, y con verdadero éxito, una infantilización de nuestro mundo. Para la asunción de los códigos de la globalización, se apuesta por la inversión de los valores, para que sean asumidos por todos. Ese discurso es el que ahora permite que buena parte de los políticos y universitarios europeos escupan sobre nuestra historia y estén colaborando en la creación de una «Europa» de burócratas, sin identidad, sin tradición y sin personalidad. Desde hace más de 60 años, la labor esencial de la intelectualidad europea ha sido abominar su propia tradición, hacerla un producto odioso como el hetero patriarcado, el racismo, las políticas de género o lo que sea la última ocurrencia de la casta globalizadora.

El rechazo de lo espiritual, nuestra incapacidad para captar lo trascendente, no se puede resolver con y por la tecnología. No son mundos excluyentes, pero posiblemente no tengamos conciencia de que se nos condena a una vida roma y sin sentido. Pero ahora, con la que está cayendo, con lo que en breve vamos a vivir, hago referencia a tener clara conciencia de la realidad, del entorno, de lo que es. Basta ya de verlo todo con idéntico prisma al de los voceros de un sistema que arruina nuestro futuro, y el de las próximas generaciones.

Con esta pandemia, para bien o para mal, todo ha entrado en movimiento. Todo podría ser posible, pero solo si renunciamos a los esquemas de siempre, que se han demostrado reiteradamente incapaces. Ahora cuenta solo el hombre que arriesga algo, que tiene el valor de ver y tomar las cosas como son. Ya no hay tiempo para pusilánimes e individuos endebles. Posiblemente los tiempos que se avecinan sean duros, y no nos podemos permitir el lujo de la cobardía, eterna constante de los pálidos enemigos de la vida.

Las almas fatigadas, cobardes y seniles quieren huir de esta coyuntura y refugiarse en cualquier cosa. En la laminadora televisión y sus “anestesiantes verdades” que las acuna en el olvido mejor de lo que puede hacerlo un consumismo aletargado por los cambiantes reglamentos y sus mascarillas. El lamento por lo absurdo de nuestra actual coyuntura y por la crueldad de la vida no provienen de las cosas mismas sino del pensarlas de forma enfermiza. Este desconsuelo constituye un juicio que aniquila el valor y la fuerza del espíritu propio. Una visión profunda del mundo no tiene por qué estar forzosamente inundada de lágrimas. Hay que afrontar el futuro con alegría, fundamentalmente por lo difícil del destino humano. Se le desafía para vencerlo. Y se sucumbe orgullosamente cuando resulta ser más fuerte que la voluntad propia.

Llevo días inmerso en el estudio del clásico “La decadencia de Occidente” de Oswald Spengler. Sus reglas, pese a la distancia en el tiempo, están plenamente vigentes. Invocamos a lo que quede de la concepción trágica de la vida, que, con suerte, experimentará en el duro porvenir un nuevo renacer.  Quien no puede vivir ni soportar ninguna época difícil, tampoco puede liderar su destino. Debemos volver a vivificar la historia, y nuestro presente tal como realmente es. Diferenciar claramente el carácter superior y el inferior de la existencia humana. La vida del individuo no es importante para nadie más que para él mismo. El devenir nada tiene que ver con la lógica humana. Y aunque algunos pueblos sucumban, la tierra continuará girando tranquilamente alrededor del sol y las estrellas seguirán su camino.

Cuanto más profundamente penetremos en el cesarismo del mundo fáustico, podremos decidir si somos sujetos u objetos de esta ágil narración que estamos ejecutando. El triste cortejo de políticos y voceros del sistema debe llegar a su fin. Es la llave de nuestra subsistencia. La gran política como arte de lo posible, alejada de todo sistema y de toda teoría, como la maestría de regir los hechos en calidad de conocedor, de quien es consciente de su entorno y decide libremente sobre su futuro

Volvemos al amigo Spengler, son sus palabras: Es destino. Puede negarse, pero al negarlo se niega uno a sí mismo.

Luis Nantón Díaz

https://luisnanton.com/