Le debo mucho a Madrid, sin duda, son numerosísimas las instructivas experiencias que he disfrutado, los problemas afrontados y un sin par de cúmulos de vivencias que forjaron la base de mi carácter. Madrid me ha regalado de forma desmedida, y nunca comprenderé los porqués de tantos tributos. En lo familiar me aportó un padre ejemplo de trabajador, y una excepcional mujer, que me dio a mi hijo, lo que más estimo, y todo eso partió de la vieja y siempre hospitalaria Magerit, nombre de un capítulo origen de todas las búsquedas.

El otro día, aprovechando una estancia en el centro por cuestiones profesionales, fui con mi pareja al Museo del Prado. Ella todavía no lo había visitado, y no lo dude un instante, una tarde magnífica para navegar sosegadamente entre tanta historia, tantas vivencias, tanto arte que nos han dejado anteriores generaciones. Posiblemente las cosas serían diferentes, si fuéramos conscientes de que somos herederos directos de una historia, testigos de un linaje y una cultura. No se trata de renunciar al noble compromiso de mejorar, pero no pecar de excluyentes, pensando que hemos surgido por generación espontánea. Somos herederos de una cultura, y personalmente me siento orgulloso de nuestros orígenes.

Disfrutábamos sala por sala, con la conciencia necesaria para poder intimar con cada uno de los autores y sus obras. El arte siempre te transmite algo, y cuando un marchante o un especialista te lo tiene que explicar, posiblemente hablemos de decoración o de simple especulación, todo ello muy lejano de las contrastadas vibraciones que nos transmiten esas obras colosales que nos preserva esta joya de museo.

Siempre hay gustos, es natural, y todos ellos compatibles, dado que elevan el alma, o te ayudan a reflexionar buscando lo elevado, lo bello y lo equilibrado. De sus miles de visitantes obtenemos dispares lecturas e interpretaciones, tantas como personalidades. En mi caso, siempre busco algunos lienzos que me infunden una auténtica carga de baterías, y son como viejos amigos, acudiendo siempre a su llamada.

La muerte de Seneca, de Manuel Domínguez. Museo del Prado

Conocido tradicionalmente el lienzo con el abreviado nombre de “La muerte de Séneca” del artista Manuel Domínguez, la escena se ambienta en una fría estancia, una sala de termas, generosa en decoración y ricos mármoles. En ella está situada la bañera en la que asoma el cuerpo del anciano filósofo de origen cordobés, desplomado hacia atrás, cubierta su desnudez por un lino sobre el que reposa una corona de laurel, como último homenaje. Reclinado sobre él, llora desconsolado uno de sus discípulos, recordando que las últimas palabras del gran filósofo, fueron para ofrecer tranquila y sosegadamente su sacrificio a Júpiter. Elegancia y solemnidad para el último gesto de un gran hombre.

La muerte de Lucrecia, de Eduardo Rosales. Museo del Prado

Y pensando en la siguiente obra ya se me ve el “plumero”, por mi indisimulada atracción por los últimos hechos de una persona, y por todo lo relacionado con el mundo clásico. “La muerte de Lucrecia”, del soberbio Eduardo Rosales, quien ya había conmocionado a la sociedad de su tiempo con el magistral lienzo de “La Reina Isabel dictando su testamento”. Lucrecia, eterno símbolo de la virtuosa matrona romana, se vincula al firme ideario del ansia de libertad, que puede desencadenar el fin de una época. Los Tarquinos, en su etrusca impiedad como símbolo de la opresión, frente a quien rompe sus cadenas tributando su máximo bien.

El buen pastor, de Murillo. Museo del Prado

Menos mal que María tiene unos gustos menos dramáticos, y por supuesto, no por ello menos valiosos. Se quedó encantada disfrutando de “El buen pastor” de Murillo, su contenido devocional, amable y dulce, y de brillante belleza te transforman el alma. Ambos coincidimos sorprendidos ante otro lienzo intimista, que te empapa de sincera trascendencia, de serena beatitud, de sublime conexión espiritual, me refiero a “Cristo abrazando a San Bernardo” de Francisco Ribalta.

Cristo abrazando a San Bernardo, de Francisco Ribalta. Museo del Prado

El rostro de San Bernardo transmite la luz de la entrega mística, con una excelencia que es imposible que no altere tu interior.

Pero el diablo anda suelto, como el diablo cojuelo de otro conocido autor, y quedé ligeramente apesadumbrado al encontrarme en una de las salas, a una sicaria, a una mercenaria de la historia, explicándole con soberbia distancia, a un grupo de jubilados, que la subvencionada cabalgata de los Reyes Magos de Madrid, auspiciada por Carmena y sus Drag Queen era la continuación de una expresión artística que viene desde el medievo.

Cabalgata de reinas 2018. Madrid

La joven dictaminaba alegremente afirmando que las historiadoras e historiadores (imposible no liberarse de su insufrible y petulante argot) más afamados, así lo confirmaban, todo ello como explicación a diferentes retablos góticos con la simbología eterna de los reyes Magos. La llamada fiesta de la Epifanía o Adoración de los Reyes Magos hunde sus raíces en el pasado más remoto. Debemos remontarnos al 06 de enero (11 tybi) del antiguo Egipto faraónico, como día de la manifestación del nuevo sol. Epifanía, quiere decir exactamente eso: manifestación. Lo mismo ocurrió para el Sol Invicto del mitraísmo, originado por unos magos parecidos. Para el erudito René Guénon la figura de los tres Reyes Magos, “venidos de Oriente”, son la actualización de Melquisedec, mítico rey de Salem, “señor de paz y justicia”, a la vez que rey, sacerdote y profeta, un equivalente hebreo a la tradición universal del Rey del Mundo. Pero para una modernidad obsesionada en depauperar todo lo tradicional, lo ideal es siempre bajar de nivel, cercenar, cortar…

No soy consciente de cuando se inició la cuenta atrás, de cuando se inició la muerte espiritual que asola Europa, y que nos impide comprender con transparencia todo el enorme legado que nos respalda. No sé cuándo se vino abajo una cultura que exaltaba la belleza y la excelencia, que firmemente estaba arraigada en el suelo que trabajaron generaciones de antepasados, siempre con la vista alzada  hacia un principio espiritual, que guiaba y daba sentido a la existencia y a las labores y trabajos de los hombres. Un día, donde no era necesario refugiarse en un museo, para disfrutar de una límpida y milenaria belleza.

Luis Nantón