No hay negocio más lucrativo que luchar por derechos que ya se tienen, en nombre de opresiones que no existen, con el dinero de aquellos a quienes se tacha de opresores. Thomas Sowell, economista y teórico social estadounidense con sus 92 años, arrastra un prolongado sendero de controvertidas experiencias. Se inició políticamente en el marxismo en su juventud para progresar a posiciones intelectuales más complejas y estructuradas a medida que adquiría años, madurez y conocimientos. Una de las cosas que aprendió Sowell en su dilatada experiencia en las filas del partido demócrata, se condensa en la frase que encabeza este artículo. El wokismo, la moderna izquierda, se ha especializado en convertir en máquinas de producir dinero, las antiguas luchas por derechos sociales, combinándolo con oscuras estrategias de ingeniería social, encaminadas a mantenerse en el “negocio de la política”. Estamos inmersos en una debacle del absurdo, en un concurso de quien suelta la legislación más insensata y todo ello con nuestro colaborador silencio. Es una verdadera locura continuar con este esperpento porque su Sanchidad necesita de una panda de desquiciados e incompetentes, para mantenerse en el poder.

En los últimos meses, por amistad, he conocido la pesadilla que están sufriendo varios padres con hijos adolescentes, que se están planteando, algunos incluso exigiendo, iniciar procedimientos quirúrgicos y tratamientos hormonales para cambiar de sexo.

La coyuntura que rodea estas situaciones no sólo no aporta soluciones sino que incrementa las dificultades. No hablamos de orientación religiosa, política o sexual, sino de procedimientos médicos irreversibles, que en los países que nos llevan mucha delantera en estos dislates han generado problemas psiquiátricos y de adaptación. Reino Unido, Francia, Noruega y Suecia ya han dado marcha atrás a legislaciones como las que acaban de aprobar en España porque permiten la ausencia de control y asesoramiento previos. Facilitan el acceso a estos tratamientos a menores que en algunos casos presentan trastornos que no tienen relación con la identidad sexual. La Ley Trans aprobada en el Congreso de los Diputados prohíbe explícitamente, en contra de la opinión de la práctica totalidad de sociedades científicas españolas, que un profesional de la salud mental proporcione tratamiento a quien se autodetermine en un sexo diferente al suyo. La interpretación del artículo 19.3 de la controvertida ley, es más que discutible. Sólo establece un acompañamiento, si el paciente lo demanda, para ayudarle con las vicisitudes del tratamiento hormonal y las cirugías. Pero a buen seguro, que ya saldrán a decir, que la legislación es maravillosa, pero que son los jueces y tribunales quienes están aplicando la ley inadecuadamente.

En España ya tenemos la primera demanda por una situación como la que estamos describiendo. El caso de una joven, Susana Domínguez, frente al Servicio Gallego de Salud, que denuncia un diagnóstico incorrecto de disforia de género -el nombre técnico de ese estoy-en-el-cuerpo-equivocado- y la ausencia de asistencia psicológica durante su transición. Es la primera demanda de este tipo que se presenta en España, el paso previo a una potencial demanda en los tribunales fundamentada en la obligación del Estado y de sus profesionales sanitarios, de proteger la salud de los ciudadanos y no causarles daños innecesarios.

Acabo de leer unas magníficas líneas de Arturo Ezquerro, médico psiquiatra y psicoterapeuta, profesor en el Institute of Group Analysis de Londres y el primer español en conseguir una Jefatura de Servicios Públicos de Psicoterapia en Reino Unido.  Comenta los trabajos del Dr. Domenico Di Ceglie, autor del texto de 1998 “Un extraño en mi propio cuerpo” quien creó el GIDS (Gender Identity Development Service) en St George’s Hospital, también en Londres. El servicio se trasladó a la Tavistock Clinic en 1996 y continuó con las pautas exploratorias y psicoterapéuticas que él había utilizado en sus primeros años de ejercicio, a fin de asesorar a niños y adolescentes con dudas sobre su género a construir sus identidades del modo más saludable.

El enfoque exploratorio fue progresivamente sustituido por una estrategia asertiva, mucho más simplista en su análisis, que propiciaba decisiones de cambio de género en menores de edad. Se multiplicaron las terapias hormonales a estos menores para retrasar la pubertad o para adquirir características del otro sexo, sin ponderar adecuadamente las consecuencias. Como suele ocurrir, cuando estos movimientos coinciden con estrategias de ingeniería social, empezó a fluir dinero en importantes cantidades a organizaciones y departamentos vinculados a estas discutibles estrategias.

Se cita el informe británico Cass Review que señala un alarmante aumento de pacientes remitidos al GIDS y que la evaluación diagnóstica de estos menores era insuficiente. No se tenían en cuenta factores fundamentales en la cimentación de la propia identidad como el historial de relaciones de apego, el desarrollo neurológico o el grado de madurez. En el ejercicio de abril 2009 a abril 2010 se remitieron a GIDS 77 casos de disforia de género, de abril 2019 a abril 2020 se remitieron 2.728 y en el ejercicio siguiente se superaron los 5.000. Estas son cifras terroríficas, que no obedecen a una realidad, sino a una verdadera alteración distópica de la sociedad.

Según expone este profesional de la psiquiatría y el informe citado, el diagnóstico de «disforia de género» ha crecido exponencialmente. En algunos casos esa etiqueta diagnóstica enmascara otros posibles diagnósticos coexistentes como el autismo, la depresión o el estrés postraumático causado por el acoso escolar u otros problemas sociales o familiares.  No olvidemos la frase del inicio de estas líneas «No hay negocio más lucrativo que luchar por derechos que ya se tienen, en nombre de opresiones que no existen, con el dinero de aquellos a quienes se tacha de opresores», pero sobre todo tengamos en cuenta la obligación que tenemos de proteger a los menores. Estamos hablando del futuro, estamos hablando de algo trascendental.

No se trata de no defender los derechos de los más jóvenes. Ni siquiera se trata, como dice la señora Ministro de Igualdá, de que no se acepte su existencia. De verdad que no tengo ni la menor reserva en dirigirme a ti como tú prefieras, pero estimo honradamente que se trata de lo contrario: de no aceptar que la ideología convierta el lenguaje en las nuevas cadenas que, queriendo liberar, encarcelen a perpetuidad a un solo niño o joven confundido.

Luis Nantón Díaz