Acaba de terminar la magnífica temporada de ópera de la ciudad, la número cincuentaiseis, que se dice rápido, pero son muchos años haciendo las cosas bien como para que resulte baladí. Este año nos ha intrigado el thriller de ‘Fedora’, hemos amado con ‘Lucia di Lamermoor’, hemos vibrado con la siempre monumental ‘Aída’, nos hemos enfadado con los villanos de ‘La Gioconda’ y llorado con la maldición de ‘Rigoletto’. La ópera en apenas unos cientos de años, ha pasado de ser un género tan popular, como es ahora el fútbol, a convertirse en una categoría musical casi elitista. Hay mucha gente, sobre todo entre los menores de 30 años, que no ha ido nunca a una representación de ópera ni parece que esté entre sus propósitos. A pesar de que la isla goza, en mi opinión, de una cultura operística nada desdeñable. La ópera nos enseña a sentir, a amar, a llorar, a reír, a perdonar, a dejar marchar… En definitiva, a vivir.

Por nuestra casa han pasado grandes intérpretes que fueron convenientemente celebrados, son personajes con indudable talento pero también grandísimos trabajadores. Un cantante lírico trae de serie la disciplina y el sacrificio, cualidades francamente en desuso hoy en día. Son años de estudio, ensayos de muchas horas, clases de técnica vocal, además de los inconvenientes que conlleva tener que realizar tu trabajo fuera del lugar en el que resides. Para que se hagan una idea, en cada ópera que se representa en nuestra ciudad los intérpretes pasan tres semanas aquí; las dos primeras con ensayos diarios y la tercera, la de las funciones.

A veces nos deslumbra el éxito, sobre todo si viene de fuera y con avales internacionales, pero nos cuesta ver lo bueno que tenemos en casa. El coro es uno de los muchos ingredientes que componen ese maravilloso cóctel que es una ópera, con frecuencia olvidado. Por ello, hoy querría poner el foco de atención en ese elemento, concretamente en su directora. Olga Santana dirige el Coro del Festival de la Ópera desde hace 25 años. Una mujer excepcional con una extensa vida laboral en la que destacan 34 años dedicados a la ópera. Todo el que conoce a Olga no puede dejar de sorprenderse por la vitalidad y la pasión que transmite. Desmenuza cada partitura buscando la excelencia en la interpretación, aunque para eso tenga que repetir cada estrofa veinte veces, y si no que le pregunten a sus sufridos componentes. Es capaz de distinguir entre 45 voces que cantan una sola que no está dando la nota correcta y con los ojillos medio cerrados exige repetirlo otra vez y otra, y otra…Hasta que salga bien. Resulta infatigable al desaliento, cuando todo parece que está cuesta arriba y que es imposible conseguir la tarea, ella continúa persiguiendo el objetivo convirtiéndose en una saltadora de obstáculos con una profesionalidad que te deja sin respiración. ¿Qué no llegan las partituras? Pues seguimos ensayando con lo que tengamos ¿Qué no hay agua en el local de ensayo? Ya se encarga ella de que alguien traiga una garrafa ¿Qué no hay piano? Busca un teclado aunque tenga que conseguir un alargador de diez metros para enchufarlo en otra habitación.

Durante la pandemia, lo fácil hubiera sido rendirse, tampoco es que la ópera se encontrara entre las actividades que convinieron en llamar esenciales. ¡Pues va a ser que no! Ensayaban con mascarillas, con pantallas de metacrilato y por grupos de menos de diez componentes; lo que le obligaba a multiplicar sus horas de trabajo. Llegó a dirigir ensayos en un local parroquial en los bajos de un edificio de la ciudad para poder meter a todo el coro, a pesar de las quejas de los vecinos. Daba igual cuales fueran las circunstancias, si ella estaba presente se podía ensayar y se ensayaba.

Conviene señalar que dirige un coro semiprofesional, lo que quiere decir que sus integrantes no se dedican a la ópera a tiempo completo, sino que desarrollan sus respectivas actividades laborales con sus horarios y sus obligaciones. Les une su indiscutible amor a la música pero, muy pocos viven de ella, tienen que trabajar en un taxi, en un supermercado, en la construcción, en un colegio… De abogado, de médico, de transportista, de funcionario de prisiones… Por lo que el grupo humano que lo compone es muy variopinto. Olga hace malabares para encajar todas las piezas y acometer los montajes de las obras, luchando en muchas ocasiones con la cicatería de los fondos que dejan el resultado expuesto a los imprevistos. Las bajas de última hora impiden que alguien que ha estudiado la obra finalmente la cante y no hay nadie que pueda sustituirlo.

Se pasa la mitad del año preparando las óperas en solitario y la otra mitad ejecutándolas. Cuando por fin llega el maestro, el encargado de dirigir toda la obra, se retira respetuosamente a un segundo plano sin dejar de estar pendiente en todo momento de sus intervenciones. Es un delicado equilibrio entre el responsable de la realización y la que los ha preparado. Mejor dicho los maestros, porque son cinco distintos, uno por título. Aunque hay alguno que repite, en su mayoría son desconocidos y hay que esperar a los ensayos para saber de qué pie cojean, cuál es la interpretación que buscan y el estilo que imprimen. Modificaciones de última hora que ponen a prueba los nervios más templados.

Luego viene el director de escena que insiste en desperdigarle al coro por el escenario o separar a los componentes de la misma voz. Le toca nuevamente intervenir con toda la consideración que puede para conseguir que el coro suene como tiene que sonar, a pesar de que sus integrantes tengan que cantar mientras bailan, juegan a las cartas o corretean huyendo de los soldados del duque.

Es necesario conocer el bagaje vital de Olga para entender esa fortaleza de ánimo. Además de la carrera de música, piano y canto en el Conservatorio Superior de Música de Las Palmas, formó parte de varias corales y más adelante empezó a dirigirlas. Estuvo diez años asistiendo a otros directores en la ópera hasta que se convirtió ella misma en directora. La tragedia le golpeó de forma inmisericorde cuando hace ya casi 20 años perdió a su hijo mayor en un accidente. Seguir viviendo después de enterrar a un hijo es como caminar con una losa de piedra sobre los hombros. Ella dice que no es fuerte, que oculta su dolor tras una coraza y se levanta cada día con el mantra ‘tú puedes’. Bien sabe Dios que lo hace, se levanta cada día por su hija, que era una niña cuando su hermano falleció, y por la música. Es una de esas personas afortunadas que ha podido dedicarse a lo que le apasiona y lo transmite a todo el que se cruce en su camino.

Realiza un trabajo impecable que no está al alcance de cualquiera y a pesar de ello tengo la percepción de que no le damos el valor que tiene. Definitivamente, son malos tiempos para la lírica. Las boberías de Tik Tok surcan el ciberespacio sin que podamos reconocer un ápice de esfuerzo o de talento mientras que una persona extraordinaria tiene que pelearse por conseguir que sus condiciones laborales sean dignas, al menos del trabajo que realiza. Trabajo que es aplaudido de forma unánime por los que vienen de fuera, que se asombran al conocer las circunstancias en las que desarrolla su cometido. Vaya desde aquí mi reconocimiento, bravo Maestra.

Luis Nantón Díaz