Solo tres datos, tres dramáticos acontecimientos como muestra. La riada de Valencia, el apagón eléctrico nacional y los incendios provocados. Solo con estas evidencias, tan trágicas como elocuentes, es natural pensar que el sistema autonómico no funciona. Se trata de un entramado burocrático carísimo, politizado hasta la médula e incapaz de responder con eficacia.

Pospongamos para otra jornada el debate sobre si algún día, este sistema funcionó: actualmente el hecho incuestionable es que la distribución de competencias no resulta operativa, y el resultado no es una mera disfunción administrativa, sino fallecidos, pérdidas económicas y territorio arrasado.

Esto lo está viendo todo el mundo… menos los políticos, que son, ellos y sus redes clientelares, los beneficiarios del sistema. Lo natural, en estas circunstancias, sería que alguien pusiera sobre la mesa la necesidad de transformar un sistema que ya sabemos que cuesta un “ojo de la cara”, pero aspirábamos a que hubiera una mínima contraprestación. Para mayor desventura, es un sistema sustentado en reinos de taifas, con sus particulares Barones, que animan a sus singulares relatos y gratuitos enfrentamientos.

El análisis es complejo, es obvio, pero no se trata de un sobredimensionamiento del Estado y sus estructuras. El problema son los partidos políticos que monopolizan el gobierno desde hace medio siglo. Estos partidos, y sus interesados “empleados”, están interesados en mantenerse en el poder, o sencillamente alternarse. Casi nadie duda del pastizal que supone, gasto superfluo y duplicidades, que no logramos costear a través de los impuestos abusivos que pagamos los contribuyentes. Pero debemos centrarnos en el diagnóstico del problema. El bien común, los objetivos a medio y largo plazo no son de interés, solo les importa el hoy, y amarrarse a la poltrona. Por eso apuestan por un aparato gubernamental, que la “locura autonómica” ha multiplicado, en la misma medida que ha aumentado la desconexión y alejamiento con la ciudadanía.

Constatar el rumbo de las cosas, lo que podíamos comprar hace 5 años o ahora, la seguridad en las calles o la sanidad. No se trata de discursos, sino de comparar, de evaluar. Por eso me resulta aberrante seguir votando a los mismos partidos, que nos han arrastrado a esta patética realidad. Las autonomías y sus innumerables chiringuitos, incluyendo en ellos tantos puestos políticos duplicados u ociosos, no son sólo una manera de dilapidar recursos públicos. Es la base del “negocio”, aceptando que los quicios del entramado están en la corrupción. La compra de fidelidades que alteran el sistema, y crean estómagos agradecidos que directamente dependen del poder.

Cincuenta años después las autonomías sólo pueden evaluarse como un fracaso claro y objetivo: manifiestamente ineficiente y, sobre todo, tan caras y costosas como inoperativas. Es un Estado elefantiásico al servicio del poder político, no de la nación, a la que maltrata promocionando cualquier separatismo o poder transnacional. Aplicar la motosierra a los chiringuitos no va sólo de cuadrar las cuentas ni de ajustar la carga fiscal. Cuánto menos dinero, puestos de dirección y prebendas dependan directamente del sátrapa, mucho menos adulterada estará la organización social y política de una nación.

No tiene nada que ver un Estado sobredimensionado con un Estado fuerte. El primer caso es el que sufrimos en España, con sus 17 parlamentos autonómicos, verdaderos reinos de taifas, con legislaciones independientes y contradictorias. Ministerios, parlamentos, cabildos, diputaciones, empresas públicas y una imparable maraña de asesores, empleados y superfluos dependientes de todo tipo. Ya tenemos, y no es el primero, un jefe de gabinete del jefe de gabinete. Al menos no disimulan que el sistema está para lo que está.

En cambio, un gobierno fuerte es el nexo, la comunión entre la ciudadanía y los representantes políticos. En cierta medida, es la forma en que el Estado llega adonde no puede hacerlo la sociedad. La sanidad, la educación, las obras públicas, las fuerzas de seguridad… todo eso lo cedemos a cambio del pago de impuestos. Pero con independencia de un natural deber cívico, es un contrato social, requiere de unas lógicas contraprestaciones. Si no es así, y no es así, sencillamente se trata de una estafa, de un burdo engaño.

En paralelo a la voracidad del gobierno, y sus satélites autonómicos, aumenta el totalitarismo del sistema. Sufrimos un irresponsable poder que se entromete en nuestro día a día, impone regulaciones abusivas y nos cobra por absolutamente todo. Ese mismo monstruo, capaz de sancionarlos por superar el límite de velocidad apenas 10 km/h, luego no es capaz de acudir con diligencia al pueblo que sufre incendios, una riada o garantizar que funcione adecuadamente el transporte público.

Nosotros, los ciudadanos, no somos los protagonistas. Regalamos nuestra axial responsabilidad por un combinado de desencanto y desnortado servilismo. Somos los perdedores de la globalización y las fronteras abiertas a la inmigración masiva, cada día con menos, aunque cada día nos insisten en que vivimos mejor. La desequilibrante mentira de la globalización empobrece a las clases medias, mientras fomenta la deslocalización de fábricas y la competencia desleal de productos procedentes de países del tercer mundo. La contrastada realidad es que, si importas tercer mundo, finalmente obtienes tercer mundo.

Me resisto, y animo a compartir el anhelo, de convertirme en un engranaje sin personalidad, en este constructo alterado por los viejos partidos políticos, que solo quieren mantener un gigantesco aparato administrativo, para alimentar a sus insaciables redes clientelares. Nos enfrentamos a un nuevo tipo de totalitarismo: un totalitarismo burocrático, alimentado por un burdo consumismo, y un ocio anestesiante, que elimina la identidad colectiva.

La frialdad del sistema, la sutileza de sus dependencias, impiden la cohesión ciudadana. Es un desorden funcional al interés de unos políticos que viven del relato y la desunión. Y sin conciencia ni cohesión, es imposible plantear oposición a un modelo tan ineficaz, incapaz e inepto como el que sufrimos.

Luis Nantón Díaz