Knut Hamsun (1859-1952) recibía el premio Nobel de Literatura, hace aproximadamente un siglo. El autor de impresionantes y clarividentes novelas como “Pan” y “Hambre” se hallaba en la cúspide de su merecida fama. Los críticos alababan la frescura de su lenguaje poético y sensible y su conspicua mirada al mundo. Autoridades literarias, tan distantes como Thomas Mann y Maximo Gorki, respectivamente, no dejaban de rendirle homenaje, presentándole como un nuevo Ibsen.

Este genio noruego nacido en el medio rural ejerció diversos oficios durante su vida, errante y aventurera. Estudió en la Universidad de Oslo y en 1882 emigró a los Estados Unidos, donde resistiría en duras condiciones hasta 1888. Fruto de su  intensa experiencia como emigrante, en 1889 escribió “La vida espiritual de la América moderna”, donde realiza una crítica dura,  irónica y amarga de la vida en el extranjero.

Nació en uno de los rincones más fríos, pobres y remotos, de uno de los países más fríos, pobres y remotos de la Europa de finales del XIX. Nada que ver con la Noruega rica y prospera del petróleo del mar del norte. Sufrió implacablemente la miseria y la servidumbre en su infancia y juventud, lo que forjo una prosa impecable, exenta de adornos, pero llena de una fuerza y una autenticidad que no rehúyen afrontar el patetismo de la existencia en situaciones desgarradoras, según queda de manifiesto en su novela de 1888 y que encabezan estas líneas en su honor: HAMBRE. Lectura de mi juventud, es una narración con rasgos autobiográficos que trata la historia de penurias, pobreza y camino a la locura de un autor atormentado por los importantes desajustes físicos y mentales ocasionados por la miseria y la soledad. En varios aspectos, esta novela es un antecedente de los escritos de otros novelistas del siglo pasado que exploraron la locura y el desequilibrio de la moderna condición humana. 

Knut Hamsum aprendió a escribir a una edad en que nuestros niños hoy saben incluso más de lo que debieran saber, pero carentes del ansia de aprender, de experimentar, de descubrir. Pero este joven tenía un sueño. Este hombre quería y ansiaba escribir. No sólo escribir, ansiaba escribir como nadie había escrito. Quería volar sobre los genios y fundar una nueva forma de expresión, un estilo único y autentico. Un muchacho de la clase más baja, que no contaba con más medios que su ferrea tenacidad y que no poseía más que hambre para alimentar su gran empresa. Dentro de su magna obra, también necesitamos destacar su espléndida trilogía compuesta por “A las puertas del reino” (1895), “El juego de la vida” (1897) y “Los fuegos del atardecer” (1898).

De su obra llaman la atención dos factores principales: el imprevisible carácter de la narración y la sublime belleza  de su prosa, que rebosa frescura y poesía. El retornar a la tierra, a las raíces, a las costumbres, a las rutinas; liberar la mente de vanas necesidades, compromisos y deberes; ser uno bajo el firmamento y sorprenderse cada día como rúbrica existencial. El paradigma de esta concepción asceta se desvela en la vida religiosa, en la letanía y en los reiterados y vivificantes mantras, en la exigencia estoica, en la liberación de toda forma accesoria, de tal manera que la mente quede plenamente liberada y pueda acceder al todo. Una vida plena donde la libertad se entiende como obligación y el derecho claudica ante la exigencia. El hombre vive sin asperezas, luchando por un sutil equilibrio. Vivió más de 92 años y sintió desde muy joven ese impulso irrefrenable que focaliza todos los esfuerzos vitales hacia un fin tan errático como aristocrático: quería ser un creador. Su sensibilidad natural le hacía quedarse maravillado con la simple elocuencia de una palabra con la que expresar una idea bella, o con la naturaleza de un paisaje. Cuando has percibido lo que es la grandeza de alma, aunque sea temporal y brevemente, se abren de par en par las ventanas de la mente y el corazón, dejando que penetren libremente en ella los vientos más frescos y limpios.

Su evolución literaria en el siglo XX abandona el individuo y lanza sus redes a la sociedad. El claroscuro romántico es una constante, especialmente en las primeras novelas. Personales tan apasionados como asociales que son presa de un aceptado pesar por su voluntaria inadaptación. En un artículo que publicó cuando tenía 29 años, manifestó que los escritores «vivimos porque nos expresamos». Y así había de transcurrir su vida: escribiendo. Escribiendo hasta que finalizo la segunda guerra mundial. Knut Hamsum había apostado con firmeza. Y con trágica firmeza perdió. Al finalizar la contienda el mundo le dio la espalda al hombre, pero también, en gran medida, a su obra. Sufrió la misma fatalidad que grandes autores como Drieu de la Rochelle, o Ezra Pound que perdieron, lo perdieron todo. 

Hamsum fue ignorado por los mismos que lo habían galardonado antes, y si ya había sido hasta entonces un hombre solitario y reservado, después de la guerra se había quedado solo y los sicarios lo condenaron a pagar su supuesta traición a la patria. Fue injustamente recluido en un hospital psiquiátrico y se le desposeyó de gran parte de sus bienes, siendo ya un anciano ciego y casi sordo. Hoy día no existe en Noruega una sola calle o plaza con su nombre. Desde sus aciagos días en prisión, ya anciano, soñaba con su laguna helada y, se imaginaba divagando con el sonido de la impresionante cascada de Vassbakken de fondo. Su alma descansaba imaginándose a sí mismo con la rigurosa sencillez y estoicismo de Isak, el campesino noruego de “La bendición de la tierra”, la novela con que ganó el novel cuatro años después de la publicación del Tractatus, en 1920.

Nos hallamos en un periodo que exige cabalgar el tigre, por lo menos tener ese atrevimiento viril, el deseo de mantenerse en pie, altivo y orgulloso, en un mundo en ruinas. Es el mundo deplorable de Hambre, pero ahí reside la prueba que nos brinda la existencia. Nuestro consecuente autor murió en Grimstad en febrero de 1952, a los noventa y dos años.  Estaba inmerso en la pobreza y abandonado de casi todos.  No podemos exiliarnos de nuestro tiempo, no podemos apartarnos de su vileza: la vida apacible del hombre sano debe esperar a que arda Troya. Que mejor forma de finalizar este sentido homenaje que con sus propias palabras: “El genio es un rayo cuyo trueno se prolonga durante siglos”. Así sea

 

Luis Nantón Díaz