En el segmentado mundo de bloques, los enfrentamientos, las guerras militares o comerciales, las alianzas, las invasiones pacíficas o bélicas, no dejan de suceder ante nuestros ojos. Los hechos son los mismos, pero alteran relatos y mentiras. La Unión Europea está inmersa de pleno en este cambiante ecosistema. Los europeos, por su población, economía, cultura e historia, deberían ser árbitros cruciales de la política mundial, pero en cambio, nos hemos convertido en un patético aglomerado de siglas, en manos de burócratas obsesionados con normas tan abusivas como alocadas.

Una Unión Europea que, en realidad, por su demografía en declive, su economía estancada, su cultura y su historia relegadas a un segundo plano, sus patéticas capacidades militares y su diplomacia fluctuante, se condena a ser un payaso en medio de lobos ansiosos por aumentar cuotas de poder. Muchos años “haciendo el agosto” con contratos con farmacéuticas y tecnológicas, mientras arruinan el sector primario, tejido industrial y comercial europeo.

La progresía que hace años clamaba justificadamente por las guerras de Irak,  Siria, Afganistán o Sudán, ahora se han “militarizado” para exigir fondos ilimitados para un rearme colosal que alimenta mayor mortandad y masacre. Hace ahora tres años y medio que las tropas rusas entraron en Ucrania, como resultado final al sabotaje político de los acuerdos de Berlín. El balance humano, que supera un millón y medio de víctimas entre muertos y heridos, resulta brutal. A esto se suma el lógico pesar de quienes, como yo, tienen amigos ucranianos y rusos, y sienten horror ante la idea de que se estén exterminando mutuamente.

Una Europa no dependiente del globalismo más feroz podría haber trabajado por una solución política del conflicto. Podría haber apostado firmemente por la reconstrucción de un nuevo espacio de seguridad colectiva a escala continental, respetando tanto los intereses de los europeos como los de los rusos. Pero no ha sido así. Resulta difícil negar lo evidente. Fueron las oligarquías occidentales quienes liaron al débil Gobierno de Kiev para que no aplique los acuerdos de Minsk de septiembre de 2014 y febrero de 2015, que preveían tanto la integridad territorial de Ucrania como la autonomía del Donbás, lo que podría haber puesto fin al conflicto, y evitado esta guerra.

Este tablero de ajedrez, con miles de muertos de carne y hueso, se sustenta por los mentirosos intereses de la geopolítica. Esta es una guerra entre EE.UU y Rusia, donde la ruina la pone Europa, y la mayor parte de los muertos, Ucrania. Ya está bien de los relatos que desde hace años reiteran los partidarios de ambas naciones. Es hora de tomar distancia respecto a estas polémicas y, sobre todo, de elevarse por encima de ellas.

Cuando estalla un conflicto, los no involucrados directamente optan por diferentes opciones. Pueden optar por apoyar a uno de los dos bandos, o justo lo contrario, dependiendo de sus intereses. También está la opción de la no beligerancia, e incluso de la intermediación. En el caso de la guerra de Ucrania los mecanismos de la geopolítica se han abandonado y recurrimos a los viejos relatos de buenos y malos. La unión europea, que poco pintaba en este asunto, ha optado por alinearse con las posiciones de la OTAN, salvo puntuales excepciones. En este conflicto nadie ha podido asumir una tercera posición, de absoluta neutralidad. Aquí ¿quiénes son los malos, quiénes son los buenos? Ucrania fue entonces asimilada al reino del bien, Rusia al imperio del mal, mientras que los pacifistas se fueron de vacaciones y no se les espera.

Se enfrentan dos estrategias arquetípicas, una obsesión norteamericana, según la cual Estados Unidos debe impedir por todos los medios que otras naciones cuestionen su hegemonía, lo que conlleva debilitar a sus competidores. Por otro lado, una obsesión rusa, según la cual deben protegerse siempre contra el «cerco», lo que implica frenar por todos los medios la expansión de la OTAN. Un último capítulo de esta guerra, es la suicida negociación comercial de hace unos días, entre Trump y la Bruja van der Leyen. Es una locura actuar con la aterradora excusa de que Putin baraja conquistar Europa, en una nueva versión de la operación Barbarroja, pero al revés. Así sustentan la idea axial de que es por tanto indispensable sostener a Ucrania al precio que sea. Y para todo ello es necesario estar de buenas, pero muy de buenas, con el Tío Sam.

Y mira que los hechos, y los datos han demostrado que las sanciones de la UE a Rusia las ha sufrido la población y la industria europea, provocando una explosión de los precios de la energía, sin por ello hacer tambalear la economía rusa. Rusia, por su parte, se ha vinculado cada vez más estrechamente a China. Así es como la guerra entre Ucrania y Rusia se ha convertido en una guerra de la OTAN contra Rusia, y luego en una «guerra civilizacional». El creciente fenómeno de los emergentes BRICs lo atestigua.

Es verdaderamente macabro que los líderes europeos estén dispuestos a luchar “hasta el último ucraniano”, con un Zelenski más solo que la una, rebosante de escándalos, pese a gestionar más de 133.000 millones de dólares en tres años. Putin, que sabe que el tiempo juega a su favor, se mantiene firme en sus exigencias. Aunque se encuentra en una posición de fuerza sobre el terreno, también ha sufrido reveses:  Suecia y Finlandia se han acercado a la organización atlántica y el nuevo telón de acero que separa Europa y Rusia no está próximo a levantarse. Los ucranianos siguen recorriendo capitales para exigir más ayuda, otros hacen brutales negocios, y nadie, absolutamente nadie habla de paz. 

Desde la perspectiva moral de la «guerra justa», los conceptos de ius ad bellum e ius in bello se reducen a clasificaciones del derecho penal: el agresor ya no es tanto un enemigo en el sentido político al que no sólo hay que derrotar, sino también castigar. El problema es que esta visión de las cosas, en la que la moral borra el carácter esencialmente político de la guerra, tiende a hacer imposible cualquier retorno a la paz mediante una solución negociada del conflicto, ya que no se negocia con un malvado o con un loco.

El objetivo de la guerra es la paz. Una paz que siempre conlleva un nuevo orden. Es así, nos guste o no. Y esta paz es de naturaleza política, por la misma razón que la guerra no es más que una prolongación de la política. La guerra no es más que un medio terrible al servicio de un fin. Los occidentales, en el caso de Ucrania, nunca han tenido ningún objetivo político, diplomático o estratégico, y su único objetivo  ha sido seguir las directrices de EE.UU, en una pérdida definitiva de lo poco que quedaba de independencia en un mundo globalizado.

El gran perdedor de esta horrible guerra son los rusos y ucranianos que están muriendo por miles, en un tablero donde la partida parece que a nadie le importa. Sigo preguntándome a dónde se fueron a pastar los pacifistas…

Luis Nantón Díaz