No, no se emocionen. No toca hablar de nuestras brujas patrias, de esas representantes del pueblo que se desgañitan exigiendo que hay que “reventar” a la derecha. Ni de la bruja Pam, la de la bífida lengua que ha amenazado con largarse del país si la izquierda pierde el poder; no tendremos esa potra. Tampoco hablaré de los hechiceros y chamanes que con el fallo judicial de “Alvarone” reiteran que la sentencia que no han leído es injusta y que todo lo que está contra “Nos” y su nº1 hay que extirparlo de la sociedad. Teniendo en cuenta que sólo lo inhabilita para el desempeño como Fiscal, lo normal es que acaben haciéndolo ministro, delegado de gobierno en las Chafarinas o embajador ante la Santa Sede.

Hoy toca hablar de lo claro que tenían en el siglo XVII que las brujas no existían, que los brebajes de “fierabrás” eran fruto de la ignorancia, y de que lo que hacía falta para erradicar el mal, era cultura y luz. Insistir en ello, en contraste con “nuestra modernidad”, donde nos tragamos alegremente pócimas farmacéuticas no probadas, frente a males manipulados. Ahora asumimos con convicción información fabricada por el poder, para estabular nuestras narcotizadas conciencias. Una muestra más del mundo al revés que nos ha tocado vivir.

De la mano de la profesora Elvira Roca Barea nos adentramos en el mundo de la brujería en España en el siglo XVII y viajamos hasta Zugarramurdi, dónde se produjo el episodio más famoso de la brujería en España. En una brillante conferencia, basada en su novela histórica “Las brujas y el inquisidor”, enuncia una rotunda declaración: “La superstición y la magia tienen siempre mucho más poder que la razón”.

Por aquel entonces Zugarramurdi era una pequeña aldea de 200 habitantes situada en el pirineo navarro muy cerca de la vaporosa frontera entre Francia y España. La caza de brujas que se produjo en el país vecino provocó que la histeria colectiva de las brujas llegara hasta Navarra. En 1609 diferentes paisanos fueron acusados de brujería y lo que se consideró un episodio puntual, sin relevancia para la época, adquirió una violencia inusitada. En estas circunstancias el inquisidor general Bernardo de Sandoval envió a Alonso de Salazar y Frías a Logroño, sede del Santo Oficio. Él es el indiscutible protagonista de la novela, un hombre que de forma minuciosa se empeñó en demostrar que los testimonios no reflejaban hechos acaecidos y cortó de raíz el contagio con el Edicto de Silencio. La brujería se comportaba casi como una epidemia. Las truculentas historias de muertes sospechosas, actos contra natura y pociones mágicas provocaban más acusaciones, más confesiones y más brujas. Después de escuchar y registrar los variopintos testimonios, el astuto inquisidor les instaba a dejar de hablar de ello. Con esto evitaba la transmisión de la histeria colectiva e impedía que se extendiera.  

Lo de Zugarramurdi fue una auténtica locura. No sólo se trataba de hechicerías, vuelos a la luz de la luna, mal de ojo o tratos carnales con Belcebú. Hubo quienes confesaron brutales asesinatos y la aberrante utilización de niños como ofrendas para el Señor de las Tinieblas. Fue todo un reto focalizar el origen de estas supercherías en una aldea cerca de la frontera francesa. Alonso de Salazar tuvo que embarcarse en un mar de acusaciones motivadas por conflictos y rencillas de diverso origen, muchas de los cuales no tenían nada que ver con el diablo. Se denunciaba a vecinas que trataban de defenderse acusando a otras, pero en pleno proceso los acusados se retractaban, algunas de las denunciadas confesaban y se arrepentían.  

El mensaje de la obra insiste en la idea de que en España, ni hubo caza de brujas, ni la Inquisición fue como nos la pintan. La figura del religioso Alonso de Salazar, el sacerdote que instruyó el macroproceso de Zugarramurdi, es un valiosísimo ejemplo.  “La intervención de Salazar fue clave para que, a partir de 1614, ya no se considerara la brujería como un delito punible» nos aclara la autora. Contamos con la fortuna de que la inquisición era extremadamente minuciosa en sus expedientes y es posible acceder en la actualidad a un enorme caudal de documentación de la época. 

Este es el objetivo de Roca Barea, evocando la valiente figura histórica de Alonso de Salazar que en medio de la febril superstición tuvo el buen juicio de no creer lo que todos creían, lo que todos aseguraban haber visto y de aquello de lo que, en muchas ocasiones, hasta se proclamaban culpables. Puso en duda los testimonios, las confesiones y los poderes mágicos de los objetos cotidianos. Pedía que le trajeran los ungüentos y comprobaba como si de un CSI se tratara, con la ayuda de expertos botánicos, que eran simples pomadas de burro. Cuando la historia incluía una vecina que tenía pieles de sapo con las que se podía volar acompañaba al testigo a buscarlas y verificaba que eran sólo pieles de sapo. Hay pruebas periciales, análisis sistemáticos, que resultan sorprendentes en un proceso judicial de principios del siglo XVII. Esa fue la gran aportación de Salazar frente a la ignorancia: la razón. “La sensatez es lo que la razón suele traer consigo”. Este sacerdote se enfrentó durante años con la justicia secular, y sobre todo contra el miedo que generaba monstruos donde no los había. 

Todo este ánimo por desentrañar la verdad destaca aún más por las circunstancias de la época. Este viaje apasionante por los entresijos de la brujería en el siglo XVII, está directamente vinculado a las guerras de religión, los conflictos políticos y la lucha por la hegemonía en Europa. En el caso de Zugarramurdi, es necesario recordar la histórica rivalidad entre Francia y España por el control de Navarra. 

Alonso de Salazar gestionó procesalmente esta locura por espacio de más de dos años. Dedicó más de ocho meses a recorrer personalmente todos los pueblos del entorno recogiendo el testimonio de los vecinos, muchos de los cuales se autoinculpaban de forma incomprensible. Todo este trabajo quedó sustentado en un documento de 12.000 legajos: “Hace una minuciosa investigación de las contradicciones en las que incurren. A medida que el relato va pasando de boca en boca, crece. En un primer momento todo el mundo está allí en el aquelarre, con el demonio, hay bailes y actividades sexuales licenciosas, pero no misas negras ni confesiones con el demonio”, nos explica la autora. La segunda pata del proceso y que le sirve para negar definitivamente los episodios de brujería es la demostración empírica. Nadie pudo aportar polvos o ungüentos mágicos capaces de matar o arruinar sembrados, y poco a poco se van filtrando odios cervales, enemistades enquistadas y un odio incomprensible sazonado de una terrible ignorancia. 

La actuación de Alonso de Salazar nos muestra de forma concluyente el triunfo de la razón frente a la ignorancia. Tal y como Goya inmortalizó en uno de sus caprichos, el sueño de la razón produce monstruos.

Luis Nantón Díaz