Siempre he sentido debilidad por los perdedores fílmicos, por los desafortunados de este juego que es la vida. La cinematografía lo abrevia todo, tienen que cautivarte en poco tiempo, y se impone la economía procesal. Por eso me “atrapan” los que lo apuestan todo, a sabiendas de que está todo perdido. Posiblemente mi deriva por los caídos, siempre de tintes literarios, es una sincera muestra de solidaridad. Y aunque no me gusta perder “ni a las chapas”, en esta vida te toca mayormente el papel de perdedor. Menos mal  que ya estoy en la edad de la aceptación.

Unos eternos perdedores, unos auténticos caballeros nacidos para fracasar, son las películas con sudistas, en la guerra de secesión norteamericana. Hace años disfruté mucho con un libro de Dominique Venner, EL BLANCO SOL DE LOS VENCIDOS, que narra magistralmente la epopeya sudista y el conflicto del norte frente al sur. Páginas de una narrativa vibrante con la historia de la Confederación de Estados Americanos y la epopeya de los hombres de Dixieland. La trágica disyuntiva entre la emergente sociedad industrial del norte, frente al tradicionalismo rural del sur. Venner expresa de forma transparente el choque de placas tectonicas que supuso, y no olvidemos que la historia siempre la redactan los vencedores.

Del mismo autor francés, y siempre con el mismo arquetipo para sus protagonistas, es otro libro de perdedores, más trágicos aún, de gente que lo sacrificaba todo por nada. El texto es BALTIKUM, publicado hace más de 40 años y que también cautivó a una generación de inconformistas. Una obra que no solamente nos traslada a un episodio histórico titánico, sino que aclara muchos aspectos del periodo de entreguerras en Europa. Nos cuenta cuál era la moral de los combatientes cuando se firmó el avasallador Tratado de Versalles. Nos expone por qué los excombatientes experimentaron como una sensación extremadamente vívida el haber sido traicionados y apuñalados por la espalda. Cómo se sintió la nación, cuando después de más de cuatro años de privaciones, todo se desmoronó, y el Estado, pura y simplemente, se volatilizó. Pero lo peor, como ocurre con casi todos los conflictos, es lo que ocurre en la trastienda de la historia. Quienes habían estado en la retaguardia, creyeron llegado su momento: fue el tiempo de los especuladores, de los usureros, pero también el tiempo de los desintegradores, de los disolventes. Solo esos combatientes que habían sufrido cuatro desoladores años de trincheras, volvieron a darlo todo, para intentar restablecer lo que estimaban como orden y como su país, su tierra.

Dominique Venner (París 1935 – París 2013) fue un activo combatiente, de palabra y de acción. Nunca las diferenció. A los 18 años, tras terminar sus estudios secundarios, participó en la guerra de Argelia, donde fue condecorado con la Cruz del Combatiente. Al regresar a Francia se integró al grupo OAS, formado por militares contrarios a la independencia de Argelia; pero antes de que pudiera activarse de forma militante, fue detenido y condenado a dieciocho meses de cárcel. Sobre su experiencia afirmó que, “es la inmersión total en la acción, con sus aspectos más sórdidos y más nobles, lo que me ha hecho comprender la historia desde el interior, a la manera de un iniciado, y no como un erudito obsesionado por las insignificancias o un espectador engañado por las apariencias”. Al recuperar su libertad, creó la influyente publicación Europe-Action (1963-1966), en la que colaboró con Alain de Benoist, padre de la Nueva Derecha francesa.

Venner vindicaba la necesidad de recuperar y fortalecer una antigua identidad europea, que se remontaba a Homero y sus epopeyas. Abogó decididamente por la necesidad de despertar a la ciudadanía de su somnolencia, para que puedan “vivificar con la memoria de nuestros orígenes”. Donde más redobló sus esfuerzos, fue en todo lo relacionado con la sustitución demográfica de Europa. Con el gran reemplazo, que no es una teoría política, solo hay que pasear por las grandes urbes europeas, e imaginar lo que nos depara el futuro. 

A los globalistas y sus títeres no les interesa que haya un demos, es decir, un pueblo estructurado, con identidad propia y, por tanto, con herramientas para organizar su defensa colectiva. Les resulta mucho más práctico, un pueblo desarticulado, compuesto por individuos incapaces de construir solidaridades colectivas o disperso en grupos sin fuerza suficiente para convertirse en poder de verdad. Además, desde el punto de vista económico, una sociedad así compuesta es mucho menos exigente y combativa. Ésta es una de las razones fundamentales de la inmigración masiva que los poderes públicos han promovido en Occidente en el último cuarto de siglo. Los «grandes reemplazos» ocurren todo el tiempo, y con la globalización, se han vuelto más fáciles y rápidos que nunca.

Pero la preocupación de Venner sobre la identidad y el reemplazo parece ingenua porque nuestras preocupaciones ahora no son, o no son solo sobre ser estadounidense o europeo, sino sobre lo que significa ser un hombre o una mujer, o incluso lo que es ser humano, lo que significa ser distintivo o libre: un desafío más profundo y más básico que las disputas sobre etnicidad e historia.

La juventud moderna en Occidente está cada vez más deprimida, medicada y vacía. El caos imperante no se trata tanto de que los extraños destruyan nuestras identidades, sino más bien de nuestra propia autodestrucción bajo los martillos tecnológicos y la disrupción económica, mientras la modernidad disuelve todo lo que le da sentido. Mientras tanto, nuestras élites en los despachos de Bruselas parecen ebrias de vuelos cada vez más fantasiosos de género, raza y condición.

En mayo de 2013 decidió que era necesario dar testimonio de la decadencia europea mediante una acción expeditiva. Ante el altar mayor de Notre Dame, asumió su último gran gesto. Lo explicó en la carta que dejó allí mismo, crisol ancestral de tradiciones seculares. Por eso eligió Paris como escenario: para reclamar de todos nosotros la defensa de la identidad europea en este momento crucial de nuestra historia. Porque al final, para los vencidos también amanece el blanco sol.

La epopeya vital de Venner, nos recuerda la categórica afirmación del escritor chileno Miguel Serrano, “hay que perder aquí, para ganar allá”. Que cada uno utilice la brújula que mejor entienda, y haga juego con las cartas que le han tocado. Lo que es evidente es que no puedes enfrentarte al mundo tal como es fijándote en el aletear de las mariposas. El narcisista inmaduro de hoy carece de todo sentido de la realidad, de la historia y del combate que es la vida. Vivimos el trance de un mundo en inmensa ebullición, y mientras muchos nos entretienen con “escritura inclusiva” y “masculinidad tóxica” las cosas continúan moviéndose y perdemos el control.  Va a ser un duro despertar.

Luis Nantón Díaz